Llega el autobús. Saludo al conductor. Él, al igual que la mujer de la tabaquería de hace unos días, también piensa que soy un tipo raro, pero está algo más acostumbrado: me ha visto antes.
El aire está viciado. La gente obesa de ropa y pan da la impresión de que el bus está lleno, aunque aún quedan asientos. Si bien objetivamente no es real, el hacinamiento de carnes y vapores me hace sentir como si esa gente anónima –al igual que yo- estuviera encima de mi. Me pesan. Pareciera que el rugir del motor no fuera otra cosa que los pensamientos de todos ellos. Me confunden. Lo escucho todo, pero no entiendo nada. Me pregunto si ellos escuchan mis cavilaciones. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien me escucha? ¿Alguien oye estas preguntas?
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